Escribe: Jorge Ancizar Cabrera Reyes.-
El 24 de octubre del año 1982, falleció el destacado escritor y poeta Arturo Camacho Ramírez, en la ciudad de Bogotá D.C., hace 42 años.
“Era difícil encontrar una persona más cordial, más festiva, más llena de humor y que, gracias a los rápidos malabares de su inteligencia, sus juegos de palabras y su gracia chispeante, se convertía en deleite. Con la risa a flor de labio, los ojos vivaces reflejaban la continua ebullición de su mente singular…se sitúa su obra poética, con versos casi nunca cruzados de humor, agrietados de gracia”, dijo sobre el doctor Arturo Camacho Ramírez, Andrés Holguín Holguín, escritor y periodista.
El doctor Arturo Camacho Ramírez, fue un extraordinario poeta tolimense, escritor y periodista, perteneció al grupo literario “Piedra y Cielo”, estudió derecho en la Universidad Nacional de Colombia.
Se desempeñó como funcionario público en la diplomacia. Publicó en 1935 su escrito “Espejo de Náufragos”. Fue asiduo visitante del Café Automático de Bogotá. Nació en Ibagué el 28 de octubre de 1910. Una de sus frases: “Lo muerto es un temblor que se eterniza en un sitio del tiempo con espacios veloces que se funden formando la ausencia inesperada; una atmósfera rota que cae sordamente, cubriendo con sus ruinas un vértigo de adioses”.
En Homenaje póstumo, para recordarlo, con sus poemas:
PESADILLA
Un ángel dolorido y polvoriento
abre los ojos sobre la pintura
y se arrastra en la gris desenvoltura
de la línea que inicia su tormento.
El color lame allí como un lamento,
hecho para la infamia y la locura.
espacios sin ventanas en la oscura
claustrofobia espacial del firmamento.
Vives al pie de la primera nube
Y tu rostro drolático se sube
Como un espectro al clímax del espanto.
Demonio por sí mismo poseído,
Faro sin lumbre, sin pecho latido,
Croquis del Bosco en explosión de llanto.
EL DÍA DE LA MUERTE
Lleno de certidumbres como un muerto
cuyo se ama con la tierra
ando de mar a mar, de puerto a puerto,
pidiendo olvido y perdonando guerra.
Y voy entre sonámbulo y despierto,
hecho a un amor de duelo que me aferra
la voz y oprime su vocablo yerto
como ceniza que al invierno aterra.
El día de mi muerte está en mi mano,
turbia moneda gris, lento pañuelo,
en vez de áurea medalla o vela henchida.
Y yo lo pongo al borde del verano
como un mordiente y trágico señuelo
que enceguezca los ojos de la vida.
LA DESCONOCIDA
Yo conocía la desconocida.
Tenía mejillas, trajes,
ausencias y desvelos,
pasaporte a morir, algunas joyas,
lápices para labios y un pañuelo.
Salía por las tardes,
soportando en silencio la invasión de las luces,
la ecuación del verano en su cintura,
su sonrisa espaciosa
como una orquesta suelta en los jardines,
el agua en pabellones ambulantes
y el entristecimiento