Escribe: Hugo Marcelo Balderrama*.-
Si los teatros son propiedad estatal, será el Estado quien decida lo que es arte y lo que no. (Flickr)
Ahora nadie puede usar un escenario para hablar de la economía o de la corrupción estatal. Cualquier broma en alusión a esas realidades es motivo de, en el mejor de los casos, condena social y, en el peor, procesos legales.
No suelo consumir producción audiovisual boliviana, pues la mayoría de los temas tratados en los podcasts son repetitivos y trillados. Pero alguna vez encuentro algo rescatable, por ejemplo, la entrevista que Ramiro Serrano (empresario, humorista y comunicador) tuvo en el programa QD SHOW allá por el 26/09/2021. Invito a ver la totalidad de la charla, son más de tres horas. Pero para esta nota tomaré la parte donde Serrano habla de la situación de los creadores de humor en la Bolivia de hoy.
“Ahora todos se ofenden de todo. El homosexual se ofende, la feminista se ofende, el cura se ofende, el negrito se ofende, el indio se ofende, el político se ofende, hasta te cierra el canal. No hay caso de hacer humor con la libertad que antes se hacía. El humor es humor. Antes el político se reía con nosotros”.
Ese antes al que Ramiro Serrano se refiere es, concretamente, la década del 90, época donde sus programas Cabo de risa y Esta boca es mía rompieron récords de audiencia en toda Bolivia. No obstante, ese país con democracia, libertad económica y apertura a la creatividad artística terminó ese fatídico octubre de 2003.
Evo Morales y otros caudillos alineados al Socialismo del Siglo XXI resultaron más intolerantes y tiranos que cualquier rey de la antigüedad. De hecho, Napoleón III y los monarcas europeos, en general, se reían a gusto contemplando comedias que les ponían como chupa de dómine. El censor de los teatros británicos de la época victoriana, el lord Chamberlain, no obstaculizó la representación de las revistas de Gilbert y Sullivan que satirizaban las venerables instituciones amparadoras de la no escrita constitución inglesa.
Penosamente, ahora nadie puede usar un escenario para hablar de la economía, la corrupción estatal, la deficiencia de los servicios de salud o el bajo nivel educativo, cualquier broma en alusión a esas realidades es motivo de, en el mejor de los casos, condena social y, en el peor, procesos legales, incluso arrestos sin órdenes judiciales como le tocó pasar al humorista cochabambino, Raúl Cuenca.
Como sucede en cualquier otro campo humano, la libertad creativa se sostiene en la propiedad privada de los medios de producción. Si los teatros son propiedad estatal, como acontece en Cuba y otras dictaduras socialistas, será el Estado quien decida lo que es arte y lo que no. Los jefazos serán quienes autoricen guiones, obras y escenas. Por ende, cuando más cerca se encuentre un país del socialismo, más censura tendrá. Por ejemplo, hoy, agosto 2024, es casi imposible que una compañía de humor se atreva a burlarse de Arce Catacora o Evo Morales.
Todo lo anterior es una señal de la ruta totalitaria en la que se encuentra Bolivia, ya que lo único que tiene permitido el teatro es caerle bien a los mandamases y dictadores. Y eso no es comedia, tampoco arte; son relaciones públicas. Empero, nobleza obliga a reconocer que toda la censura y represiones son, en gran medida, culpa de los propios artistas, puesto que, en su afán de exigir un Estado financiador del arte, acaban cediendo la libertad creativa a cambio de unos pesos.
Los defensores del financiamiento público del arte parecen estar inconscientes de este peligro cuando elogian el papel de los fondos fiscales como sello de calidad para los artistas. Sin embargo, como dice el refrán popular: “El que paga la banda impone las cuecas”. Ergo, no se quejen cuando sus guiones tengan que ser revisados, validados y aprobados por un comisario del pensamiento. Al respecto, David Boaz, académico asociado al Instituto Cato, en su artículo: La separación del arte y el Estado, afirma que:
“El Estado implica la organización de la coerción. En una sociedad libre la coerción debería reservarse únicamente para funciones esenciales del Estado como la protección de los derechos y el castigo de los criminales. Las personas no deberían ser forzadas a contribuir dinero a esfuerzos artísticos que no necesariamente apoyan, ni los artistas deberían ser forzados a limitar su horizonte para complacer los estándares del Estado”.
A manera de cierre, soy amante del arte, vengo de familia de músicos, precisamente, por eso estoy convencido que lo mejor que puede suceder es separar el arte del Estado. Es hora de que los artistas le pierdan el miedo al capitalismo, que es un sistema fabuloso para desarrollar los talentos.
* Hugo Marcelo Balderrama, Economista boliviano con maestría en administración de empresas y PhD en economía.